Tengo una
memoria sin recuerdo, de un pueblo que con pocas palabras solía describir mi
abuelo. Hablaba de un mundo mágico, donde brotaban las aguas dulces y caían bendiciones
del cielo. De una tierra que lo hacía llorar, a veces de tristeza, a veces de
alegría. Donde la miel y la leche eran caracterizadas
por sus mujeres bellas y trabajadoras. Es Líbano, un pueblo que mi abuelo me
enseño a querer sin saber realmente porque. Y buscando como describir lo que
siento, recordé palabras de otro hijo de inmigrante libanés. Jamás hubiera
podido encontrar tal elocuencia para mi sentido.
El libanés que
vino a México:
por Jaime
Sabines.
Vino hace muchos
años.
Traía en el espacio de sus venas una sangre valiente y amorosa. Recordaba cuentos, lugares, atmósferas distantes.
Sabía del trigo y de la uva. Decía que el cedro no era nada más una madera preciosa, era una preciosa sombra, un techo para los juegos de los niños, un regazo para el adolescente que piensa.
Traía la harina y el horno, la semilla y la flor del Líbano.
Decía que el cura de la aldea era un limosnero de Dios, que andaba de casa en casa pidiendo para dar a los pobres; que el cura trabajaba en la tierra como otro cualquiera, y que aquel era un pueblo justo y benigno.
Aquí encontró el dolor, la nostalgia, lo sueños.
Se hizo hombre como se hace una espada, a fuerza de golpes:
el señor de la vida es un herrero.
Aquí encontró mujer. La cuidó y la amó, fue amado. Anticipó el paraíso en el lecho nupcial.
Recibió el regalo de los hijos y construyó su casa. Sacó agua del pozo y cultivó la tierra.
El Señor de la vida es sembrador y es albañil y es carpintero.
Fue agredido por el desprecio y la soberbia de los tontos. Pero no alimentó rencor ni odio. Puso a crecer su corazón y creció limpio.
Se llamó resistencia.
Adoptó este país como adoptar a un padre, como escoger a una familia, como optar por un lugar donde vivir y donde quedar muerto.
En los ríos de México, en el viento, en los maizales, en los bosques, en los venados y en los tepezcuintles, en las espigas y en las calabazas, en las casas de adobe, en las veredas, bajo la lluvia o bajo el sol, allí está
el Libanés que vino a México!
Traía en el espacio de sus venas una sangre valiente y amorosa. Recordaba cuentos, lugares, atmósferas distantes.
Sabía del trigo y de la uva. Decía que el cedro no era nada más una madera preciosa, era una preciosa sombra, un techo para los juegos de los niños, un regazo para el adolescente que piensa.
Traía la harina y el horno, la semilla y la flor del Líbano.
Decía que el cura de la aldea era un limosnero de Dios, que andaba de casa en casa pidiendo para dar a los pobres; que el cura trabajaba en la tierra como otro cualquiera, y que aquel era un pueblo justo y benigno.
Aquí encontró el dolor, la nostalgia, lo sueños.
Se hizo hombre como se hace una espada, a fuerza de golpes:
el señor de la vida es un herrero.
Aquí encontró mujer. La cuidó y la amó, fue amado. Anticipó el paraíso en el lecho nupcial.
Recibió el regalo de los hijos y construyó su casa. Sacó agua del pozo y cultivó la tierra.
El Señor de la vida es sembrador y es albañil y es carpintero.
Fue agredido por el desprecio y la soberbia de los tontos. Pero no alimentó rencor ni odio. Puso a crecer su corazón y creció limpio.
Se llamó resistencia.
Adoptó este país como adoptar a un padre, como escoger a una familia, como optar por un lugar donde vivir y donde quedar muerto.
En los ríos de México, en el viento, en los maizales, en los bosques, en los venados y en los tepezcuintles, en las espigas y en las calabazas, en las casas de adobe, en las veredas, bajo la lluvia o bajo el sol, allí está
el Libanés que vino a México!
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