Ya ha pasado algún tiempo de mis épocas de vida
nocturna, donde el vicio era lo que imperaba. Noches de copas, noche donde lo
único que se deseaba es que no terminara nunca. Pero como todo tiene que tener
un fin y yo terminaba mis noches de juerga como comienzo mis días de labor,
comiendo. Porque no hay mejor vicio que el de la comida. Yo se que algún día
todos los placeres mundanos se van a acabar, me dejaran de gustar muchas cosas
y otras no voy a tener fuerza para poderlas disfrutar, pero la comida fue el
primer placer que adquirí, y va a ser el ultimo que voy a perder.
Andaba por el rumbo de la antigua zona de tolerancia,
por los rumbos de la colonia Miguel Hidalgo, por la calle Muzquiz, era de
madrugada, siempre de madrugada. Ahí se encontraba un local pequeño con fachada
pintada de colores alusivos a una empresa refresquera, algo obscuro el lugar,
pero muy lleno de sabores. Lo atendía una viejita muy pulcra en su forma de ser
y limpia de corazón, como quien dice era guapa de modos, solo la conocíamos por
“La Güera” y por cuestiones más que obvias su local se llamaba “Tortillones la
Güera”. Sus arrugas contaban mas historias que su tierna mirada y su columna
jorobada por las batallas de los años y las luchas por la sobrevivencia.
Como ya traía mucha hambre lo que quería es que me atendieran
rápido, pero la señora me vio a los ojos y dijo “En un momento te atendió
güerito”. En México decir “Güero” en un tortería, taquería o cualquier
establecimiento callejero es el equiparable a un saludo nada que ver con el
color de tez. Y como era la primera vez que yo iba la viejecita me cuestiono
“¿Es tu primera vez aquí?”, a lo que respondí afirmativamente. Y sigue la
pregunta obligada “¿De qué lo vas a querer tu tortillón?”. Para los que no
conocen un tortillón es como un burrito (taco hecho de tortilla de harina) solo
que muy grande, allá mis parientes de las Bajas y Sonora lo más parecido son los burritos percherones,
solamente que son de carne y el tortillón es de algún guisado.
Como me acarreaba hambre de verdad lo pedí de chile
relleno, a que cosa más bonita lo que vi enseguida. En eso que la señora saca
por arte de magia una tortilla de harina gigante, parecía como una sabana para
envolver muertos solo que esta bien enharinada. Y que la pone el comal bien
caliente. “¿Con frijoles?” dijo ella. Y yo que le digo que sí. Con una maestría
y habilidad de manos, tomo una cuchara y con una velocidad casi imperceptible
tomo los frijoles bien machacados y pone sobre aquella tortilla de harina una
capa finita, pero muy bien esparcida esos frijoles que se seguro estaban
guisados con manteca de puerco.
La cocinera me hace otra pregunta que me dejo casi sin
habla ¿De qué quieres tus chiles rellenos? Tengo de picadillo y de queso,
puedes pedir lo que quieras y además hay lampreados (con una cobertura de
huevo) y sin lamprear. Y antes de antes de responder pregunte yo ¿Cuántos
chiles le caben? La señora me respondió cosa más bella, “Le caben dos y todavía
tienen espacio para el guiso que quieras mi hijo”. “Entonces que sean un chile
de picadillo y el otro de queso los dos lampreados”.
Aparte de toda esa felicidad culinaria me cuestiona
todavía la Güera, “¿De qué quieres el guisado? Hay picadillo, mole, tinga,
papas con chile, huevo, asado, chicharrón, carne con chile, deshebrada…. “La
interrumpí abruptamente para preguntar ¿Chicharrón de pella o chicharrón
prensado?” No daban crédito mis oídos, cuando escuche “Hay de los dos y bien
picosito para evitar la cruda.” No tuve más remedio que pedir una cucharada
generosa de chicharrón prensado.
Segundos después vi como de su mano temblorosa me
ofreció aquella delicia en un plato de plástico con un trozo de papel estraza
como servilleta. ¡Ay papa! y todito para mí, fue amor a primera vista. Y para
acompañar tal cosa hermosa un buen vaso de agua de horchata para amarrar el
asunto.
Seguí visitando a la Güera con relativa frecuencia
hasta que un buen día de Dios, ya nadie abrió el local aquel. Pregunte más de
una vez por ella, alguien me comento que había enfermado y que finalmente
falleció. Al parecer no tenía a nadie en la vida más que a nosotros sus
clientes, jamás volví a comer otros tortillones iguales. Lo de lo que estoy
casi seguro que la Güera sigue cocinado en el cielo, porque su comida siempre
fue celestial.
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