Ya hace muchos años, cuando era el tiempo donde el
danzón y la música en vivo predominaban en las pistas de baile de salón;
existía un tugurio no de tan baja categoría, pero si era de una cierta clase de
arrabal donde solo unos tantos parroquianos lo solían visitar, el
establecimiento en cuestión era conocido como “la Mina”. Era administrado por
siete hermanos, y al ser tantos los que decidían sobre el destino de los
dineros que entraban al bar había un descontrol total de lo que sucedía dentro
de la Mina.
Todos unos personajes eros hermanos, la memoria del
popular no recuerda los nombres, sólo los apodos por los cuales los conocían.
El mayor era el Doc, diminutivo de Doctor, nunca termino la carrera, pero dicen
que ejercía sin licencia. Tontín, bueno este no era muy listo que digamos, solo
era el que hacia el aseo en la Mina. Dormilón, el más holgazán de los hermanos,
los estudios le pasaron de noche. Gruñón, siempre de mal carácter, era el único
que medio administraba la Mina, pero nadie le hacía caso. Estornudo, con un
cuadro de alergias crónico, Doc nunca lo pudo curar. Feliz, este tipo, no le
hagan mucho caso, siempre se andaba riendo de todo, pero su aparente felicidad
era efecto de lo que Doc le inyectaba. Y Tímido, dicen que no le hablaba a las
mujeres, que siempre se escondía de ellas, la realidad es que les tenía
envidia. Al final todos eran conocidos como los “Enanos”, por gozar de poca
longitud de pierna.
Un buen día llegó una mujer de tez tan clara como la
leche sin pasterizar y de larga y obscura cabellera que solamente era tocada
por unas finas peinetas que ya hace muchos agostos vieron pasaron su lustre y
resplandor. Blanca Estefanía Carmina Nieves Treviño González era el nombre de
la interfecta; mejor conocida como Blanca Nieves y entre los cuates “La
Blanca”. Mujer de conocida reputación entre los andares del mercado de las
pasiones, de recio carácter y dócil ante un buen pago por sus servicios. Blanca
había perdido su rumbo en el “Bosque”, otra cantina del lugar, pero ya la dueña
del “Castillo” la había corrido por disque quererle arrancar el corazón a un
cliente.
Al principio hicieron una buena amistad y el negocio
iba para arriba, tuvieron un tiempo donde todo era baile y licor en la Mina;
cuentan que la Blanca aparte de atender a la clientela regular, también se daba
el tiempo de darse sus amadas con los Enanos, según ella que si eran de pierna
corta, pero que calzaban grande el asunto.
Hasta que un mal día la Blanca se atraganto con un
pedazo de manzana que ya estaba medio podrida. A consecuencia de la falta de
oxigeno, entro en un estado letárgico, como si estuviera dormida. Los Enanos no
sabían qué hacer, Doc no era el médico que pensaba y tras varios fallidos
intentos de resucitarla, termino por ceder en su intento.
Unos días después que
llega “El leñador”, y dirían que él es de otro cuento; efectivamente pero la
Muchacha de la Caperuza Roja lo dejo por el Lobo, dizque por ser mas “feroz” y
además cuentan que el “Leñador” ya no tenía filo su hacha; todavía no existían
las pastillitas azules, ni modo. Sabiendo poseer de una gran experiencia, vio
el cuerpo de La Blanca acostado en su cama, se le acerco y beso su rostro. Y
con serenidad espelúznate dijo toda la verdad del asunto: “Esta ya murió, que
no ven que hasta verde y apesta gacho de a madre.” “Ya ni la
tingan, llámenle al forense y dejen ya de inyectarse de esas cosas que les da
el Doc”. “Mendigos Enanos viciosos.”
No todas las historias tienen un final feliz.
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