Cada vez que
voy al hospital para mi revisión mensual, afuera del inmueble siempre hay un
vagabundo afuera. La gente que lo conoce y conocerlo es un decir, lo
llaman “José”, nombre apropiado para cualquiera que viva en un país donde la
mitad de la población se llama “José” y la otra mitad de seguro se llama
“María”.
No tiene
hogar, no creo que lo tenga, tal vez en algún tiempo tuvo una casa, un familia,
hijos, hermanos, padres, hoy no tiene nada. Alguna vez pregunte a los
encargados de la seguridad del hospital por “José”, nadie sabe nada de él,
solamente que un buen día llego con sus harapos, sus cajas de cartón ya muy
desgastadas por el uso y solía tener un perro de compañía; ya no lo tiene más,
se lo llevaron los de control canina.
Verán José no
tiene identidad, no tiene una credencial de elector, no tiene un número de
seguro social, no tiene pasaporte, ni licencia de conducir, no tiene a ningún
lado donde ir. Duerme en un rincón por el lado de la calle norte del edificio,
iluminado por una farola que no siempre está encendida, a veces con algo de luz
pero muchas en la más negra oscuridad. No hace más nada más que extender su
mano sucia en busca de unas monedas o un trozo o desperdicio de alimento. No
tiene dueño y nadie es su dueño.
Es un
vagabundo de 24 horas, 365 días al año; pero no creo que haya sido así todo el tiempo. José no tiene propiedades, no
tiene dinero, ni nadie quien vea por él. No es poseedor de nada, más que lo que
trae puesto y su carcasa que le puede llamar cuerpo. No tiene futuro y no
recuerda su pasado, solo tiene un presente que no dura más que lo que junta el
suficiente dinero para comprar, me gustaría decir que comida, pero el otro día
vi que se acerco a la máquina expendedora de refrescos.
No es difícil
darse cuenta que se ahí, no hay que verlo para saber que está cerca. Su cuerpo
lleno de tierra, de orines, excremento, sangre, emite un olor que es imposible
de no percatarse que se encuentra postrado en la banqueta con su mano negra
extendida al aire.
No tiene
derechos políticos, ni derechos humanos, ni nada que lo proteja. Se rige bajo
la estricta “ley de la calle” donde la supervivencia es lo único que importa,
donde el más fuerte usualmente sobrevive, donde mimetizarse con el asfalto es
un estrategia que por lo menos a José le ha funcionado. No paga derecho del
piso al ayuntamiento, no tiene que pagar ni luz, ni agua, no existen las
colegiaturas, ni conoce los supermercados. Que le puede importar el precio de
la gasolina o si subió el huevo. No hay itinerario, ni agenda de citas, ni hora
que seguir.
José forma
parte de la decoración cotidiana, y como todo lo cotidiano se vuelve parte del
entorno. Siempre estará expuesto a los peligros de la calle, a las
humillaciones por parte de la gente y de los abusos por parte de la autoridad.
Eso es triste, desgraciadamente hay muchos como Jose, deberiamos tener como EUA albergues para los indigentes y que tengan un techo donde dormir.
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