jueves, 6 de septiembre de 2012

Del vagabundo o sin agenda


Cada vez que voy al hospital para mi revisión mensual, afuera del inmueble siempre hay un vagabundo afuera. La gente que lo conoce y conocerlo es un decir, lo llaman “José”, nombre apropiado para cualquiera que viva en un país donde la mitad de la población se llama “José” y la otra mitad de seguro se llama “María”.

No tiene hogar, no creo que lo tenga, tal vez en algún tiempo tuvo una casa, un familia, hijos, hermanos, padres, hoy no tiene nada. Alguna vez pregunte a los encargados de la seguridad del hospital por “José”, nadie sabe nada de él, solamente que un buen día llego con sus harapos, sus cajas de cartón ya muy desgastadas por el uso y solía tener un perro de compañía; ya no lo tiene más, se lo llevaron los de control canina.

Verán José no tiene identidad, no tiene una credencial de elector, no tiene un número de seguro social, no tiene pasaporte, ni licencia de conducir, no tiene a ningún lado donde ir. Duerme en un rincón por el lado de la calle norte del edificio, iluminado por una farola que no siempre está encendida, a veces con algo de luz pero muchas en la más negra oscuridad. No hace más nada más que extender su mano sucia en busca de unas monedas o un trozo o desperdicio de alimento. No tiene dueño y nadie es su dueño.

Es un vagabundo de 24 horas, 365 días al año; pero no creo que haya sido así  todo el tiempo. José no tiene propiedades, no tiene dinero, ni nadie quien vea por él. No es poseedor de nada, más que lo que trae puesto y su carcasa que le puede llamar cuerpo. No tiene futuro y no recuerda su pasado, solo tiene un presente que no dura más que lo que junta el suficiente dinero para comprar, me gustaría decir que comida, pero el otro día vi que se acerco a la máquina expendedora de refrescos.

No es difícil darse cuenta que se ahí, no hay que verlo para saber que está cerca. Su cuerpo lleno de tierra, de orines, excremento, sangre, emite un olor que es imposible de no percatarse que se encuentra postrado en la banqueta con su mano negra extendida al aire.

No tiene derechos políticos, ni derechos humanos, ni nada que lo proteja. Se rige bajo la estricta “ley de la calle” donde la supervivencia es lo único que importa, donde el más fuerte usualmente sobrevive, donde mimetizarse con el asfalto es un estrategia que por lo menos a José le ha funcionado. No paga derecho del piso al ayuntamiento, no tiene que pagar ni luz, ni agua, no existen las colegiaturas, ni conoce los supermercados. Que le puede importar el precio de la gasolina o si subió el huevo. No hay itinerario, ni agenda de citas, ni hora que seguir.

José forma parte de la decoración cotidiana, y como todo lo cotidiano se vuelve parte del entorno. Siempre estará expuesto a los peligros de la calle, a las humillaciones por parte de la gente y de los abusos por parte de la autoridad. 

Morirá tal vez de hambre, tal vez no aguante el próximo invierno y muera de frio, de tuberculosis o de una golpiza propinada por otros vagos. A nadie le importa. 

1 comentario:

  1. Eso es triste, desgraciadamente hay muchos como Jose, deberiamos tener como EUA albergues para los indigentes y que tengan un techo donde dormir.

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